El mejor regalo del
mundo
Sábado
22 de marzo de 2014 | Publicado en edición impresa
No tengo muchos recuerdos
de mis primeros años de vida. Pero guardo una frase que mis padres me han
repetido más de una vez. Palabras más, palabras menos, la idea era la
siguiente: "Cuando aprendas a leer te va a encantar, lo vas a
disfrutar". Yo tendría 4 o 5
Por extraño que parezca, esa práctica
inofensiva se ha convertido en un acto de resistencia. La lectura se ha devaluado.
Ya no tiene prestigio ni divierte. Un botón de muestra. En un reciente
comercial colombiano que invita a hacer el
mejor regalo del mundo en el
Día del Amigo, un joven le extiende a otro su obsequio. "¿Un libro?",
exclama el segundo, decepcionado. Pero la alegría (y la música festiva) vuelve
cuando el regalado descubre que dentro del volumen hueco se esconde una
cerveza. Como prueba de que
todavía nos movemos en la estela del Iluminismo,
cuyos postulados se niegan a perecer del todo, el aviso despertó indignación.
"Me pone triste saber que los valores que les queremos inculcar a nuestros
jóvenes están siendo menospreciados. La lectura debería ser un valor importante
en la sociedad", se lamentó
La sociedad tecnológica es hedonista y
autorreferencial. Todos andamos con tres o cuatro pantallas encima (o con una
que las resume a todas), y allí encontramos satisfacción inmediata y estímulos
que aplacan el vértigo que produce asistir al mero paso del tiempo. De allí el
éxito del Candy Crush o el Flappy Bird. Nos rescatan del vacío y el tedio. Son
el pasatiempo perfecto. Por eso, si uno quisiera vender al libro no como virtud
social sino como placer privado o como fuente de rédito personal, hay que ir
más allá de aquello que alguna vez mis padres profetizaron con tanto acierto. Y
se puede. Porque además de proveer divertimento, la lectura ofrece un beneficio
extra. Carver tenía razón cuando decía que un libro no puede cambiar el mundo.
Sin embargo, puede cambiar el modo en que vemos el mundo. Y eso lo es todo. Un
libro puede cambiarnos. Y ayudarnos a vivir. O a entender de qué va el asunto.
Que la vida es búsqueda lo aprendí con Siddharta, de Herman Hesse.
Luego, como tantos otros, llené mis horas adolescentes con la ambigüedad de Demian, que enseña que si
quiero la luz debo aceptar la
oscuridad. De la angustia existencialista de El lobo estepario pasé a la lección de Narciso y Goldmundo, en el que
reconocí desdoblados en dos personajes inolvidables los opuestos que entonces
se debatían dentro de mí: la razón y la intuición, el control y el abandono, la
ciencia y el arte.
Completaron mi educación Kerouac y
Salinger, y aquí tampoco pretendo ser original. Como Hesse, ambos apuntalaron
mi conciencia individual enfrentada a la uniformidad que tienden a imponer el
poder y la maquinaria social. En
el camino fue la fidelidad a
la propia visión y la actitud compasiva por todo lo vivo, así como la pulsión
dionisíaca y el éxtasis del desplazamiento. Junto con Holden Caulfield, el
protagonista de El guardián
entre el centeno, me indigné por la hipocresía que la mirada ingenua pero
implacable del adolescente encuentra allí donde se posa. Y me sentí menos solo.
Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll, me
mostró que es posible mantenerse insobornable ante las presiones del medio y
preservar la dignidad en la derrota, así como El
corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers, me ayudó a entender
los límites de la comunicación humana. Puedo decir esto con certeza aun cuando
hoy, muchos años después, la trama de estas novelas se me ha deshilvanado. Más
acá, de autores como Claudio Magris y John Berger aprendí que la inteligencia
sólo tiene valor cuando la acompaña la sensibilidad, y que hay que andar y
conocer mucho para llegar a la simpleza.
Durante años tuve la sospecha de
que se escribía -y se leía- para conjurar en el papel la riqueza de la vida,
que nos excede y nos desborda. La letra impresa como un producto de la abundancia. Con el
tiempo le fui teniendo más respeto a la tesis de Vargas Llosa, que de algún
modo sostiene lo contrario: escribimos y leemos a partir de una carencia. Es
decir, porque una sola vida no nos alcanza y necesitamos desdoblarnos en otras
-las de los personajes- para reconocer y recorrer toda la paleta de emociones
que llevamos dentro en estado latente.
Pero importa poco si el arte de la
ficción es un derivado del exceso o de la carencia. A fin de
cuentas, aquel que lee lo seguirá haciendo, y no porque rescate así un valor
importante en la vida social o porque obtenga algún beneficio extra. Lo hará
por aquella simple razón que esgrimían mis padres y que le abrió tantas
expectativas al chico que fui. Ése fue el mejor regalo del mundo. Cualquier
página de Chejov, Mankell, Murakami o Leonardo Padura es mucho más divertida
que el Candy Crush. Un secreto, parece, cada vez más restringido.
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